Siempre he pensado que no compensa enfadarse porque conlleva hacer dos trabajos contrapuestos: primero el de enfadarse y luego el de desenfadarse. Pero, lo peor es que una vez hecho esto, casi siempre, nada vuelve a ser como antes. Empezaré el post con una pequeña historieta muy ilustrativa y lo acabaré intentado llegar a la raíz del problema y aportando una posible solución.
Un chaval joven tenía un carácter bastante violento. Quería corregirse, pero no lo lograba. Un día su mejor amigo, en el que confiaba plenamente, le propuso una idea. Le dijo que clavara un clavo en la valla del jardín cada vez que perdiera la paciencia y se enfadara con alguien. El primer día, llegó a clavar 27 clavos. Durante las siguientes semanas, a medida que aprendía a controlar su mal genio, tenía que clavar cada vez un número menor. Poco a poco fue descubriendo que no era tan difícil controlar su carácter.
Finalmente, llegó un día en que logró no tener que clavar ningún clavo en la cerca. Se lo dijo a su amigo, con satisfacción, y éste le propuso entonces una nueva etapa: que quitara un clavo de la valla del jardín por cada día durante el cual no hubiera perdido la paciencia, a ver si era capaz de quitarlos todos y en cuánto tiempo. Pasaron los meses y finalmente el joven pudo decirle un día a su amigo que ya no quedaba ningún clavo en la cerca.
Se acercaron juntos a verlo. El amigo se quedó pensativo y finalmente le dijo: «amigo, ha sido un gran logro, sin duda, y mereces mi enhorabuena. Pero mira cuántos agujeros hay en la valla del jardín. Esta madera ya no está como antes, está medio deshecha. Algo parecido sucede con las personas. Cada vez que pierdes la paciencia y te enfadas con alguien y le dices algo desagradable, dejas una herida, como sucede en la madera cada vez que introduces un clavo. Aunque pidas disculpas, aunque te perdonen, el daño está hecho y aunque la herida sane deja una cicatriz. Hay que quitar los clavos, pero sobre todo hay que procurar no clavarlos, no herir».
Para lograr no enfadarse hace falta paciencia, una virtud un tanto desprestigiada por algunos que la ven como si fuera sumisión o debilidad, cuando la realidad es que la debilidad está más frecuentemente en la falta de control de uno mismo, y la sumisión en el rendirse al propio mal carácter.
Por la paciencia se aprende a andar por la vida sabiendo que todo lo grande es fruto de un esfuerzo continuado, que cuesta y que necesita tiempo. Hay una paciencia con uno mismo, que tiene gran importancia para la formación y la maduración de cada uno, que lleva a saber esperar sin perder la calma y a perseverar en el camino emprendido sin desanimarse. Hay otra paciencia con los demás, sobre todo con los más cercanos. Podría hablarse también de paciencia con la realidad, porque si queremos cambiar el mundo que nos rodea necesitamos saber soportar los reveses sin amargura, sin perder la serenidad, con firmeza: por la paciencia el hombre se hace dueño de sí mismo, aprendiendo a fortalecerse en medio de las adversidades. La paciencia trae paz y serenidad interior, hace al hombre capaz de ver la realidad con visión de futuro, sin quedarse enredado en lo inmediato, y le permite mirar un poco por encima de los acontecimientos del presente, que cobran así una nueva perspectiva.
Por tanto, para buscar soluciones hay que saber plantear bien el problema. ¿Te enfadas a menudo? Empieza a practicar la virtud de la paciencia con los demás, que pueden estar equivocados pero que no deben hacerte perder a ti la paz con sus fallos. Luego, en la calma, corrígele si lo ves preciso. Verás que en innumerables ocasiones lo que en ese momento te parecía un problema monumental, no lo es.