Antes de profundizar en aspectos propios de la vocación sacerdotal es importante empezar por darnos cuenta de la especial predilección con la que Dios nos ha mirado, y de cómo hemos sido elegidos por El para la tarea más grande que posiblemente a un cristiano se le pueda encomendar, elección que no nace enfrentada al espíritu de servicio pero sí a un elitismo que nos haga presumir y sentirnos la «estrellita» ante los demás. «¿Qué tenemos que no hayamos recibido?» (San Pablo).
No considerarnos especiales nos lleva a ver que la Gracia que recibimos de Dios en sobreabundancia no es para nosotros sino para entregársela a los demás, como el cajero de banco por cuyas manos pasan a diario miles de euros. Para poder llevar a cabo esta tarea importa mucho el olvidarnos de nosotros mismos y estar pendientes del prójimo las 24 horas al día los 365 días del año.
«¿Quién soy y quién quiere el Señor que sea? Lo quieres Tú, lo quiero yo; si Tú no lo quieres, ¿para qué lo quiero yo?»
Somos laicos que queremos ser sacerdotes y de esta intención nacen las siguientes consideraciones:
En primer lugar no debemos ni asumir el estado sacerdotal antes de tiempo ni tampoco seguir «mirando a las chicas a nuestro alrededor». No debe extrañarnos, por ejemplo, que el Señor permita que una chica se cruce en nuestro camino para que descubramos que es a lo que realmente queremos renunciar, por lo que trabajar el celibato cobra especial importancia en esta etapa de nuestra formación. Y si en este periodo vemos que no es compatible lo que el Señor nos pide con lo que cada uno quiere y está dispuesto a dar, no pasa nada por volverse a casa para buscar la santidad en el matrimonio.
Nuestra vida debe estar marcada por la oración, y de ella debe nacer el descubrir que es Dios el que quiere el sacerdocio para nosotros y no nuestro alto concepto del mismo, que es bueno y puede servir para descubrir la vocación, pero sin olvidar que lo realmente importante es descubrir a lo que Dios nos llama.
Surge en estas circunstancias un especial amor al culto por ser ésta la principal forma con la que damos gloria a Dios: a través de la liturgia bien hecha y vivida, y mediante la adoración a la presencia eucarística del Señor en el sagrario, que es la razón de ser de todo sacerdote.
El apostolado genérico que Dios quiere que todos hagamos cobra especial énfasis en el sacerdote del que brota un especial amor por anunciar a Cristo para que todos lo conozcan. De aquí proviene la importancia de dar la cara públicamente por El, sin esconderse nunca y sin andar apichonados como teniendo que pedir perdón ante la sociedad por ser cristianos.
Si somos dóciles el Señor nos va a modelar, en caso contrario nos quebrará. El Señor nos quiere para esto y a través del director que ha puesto en nuestro camino. La sinceridad a estas alturas es la clave porque si no me conocen nada podrán hacer por mi; y la docilidad a sus indicaciones es a su vez la forma de avanzar. El Señor me quiere como soy, con mi carácter, pero también me quiere santo por lo que debemos entender que no nos corrigen por fastidiar sino para allanar el camino de la Gracia.
Sin embargo, esto requiere en cierta medida de la virtud del pudor. No podemos abrirnos a cualquiera e ir contando nuestras intimidades por ahí a quien no corresponde. «El que no se confiesa con el cura lo acaba haciendo con el taxista, el peluquero…». Todos, absolutamente todos, necesitamos hablar, contar nuestras alegrías, penas… A veces las críticas provienen de no hablar con el que sabe, en primer lugar para consultar y después para hacer una corrección fraterna cuando corresponda.
Una de las principales fuentes de tristeza surge cuando las cosas no salen como yo, «la estrellita», quiero. Queremos servir a los demás y procuramos su bien pero a veces nos enfadamos porque las cosas en las que hemos puesto todos nuestros esfuerzos y mejor voluntad no salen como queremos. Sin embargo, es necesario aprender a vivir esto con normalidad porque el Señor, al final, lo recicla todo. Así, serán muchas las veces que le preguntamos: Señor, ¿cómo quieres que salga tal asunto? Y cuando salga como creemos que El no lo espera podemos volver a preguntarle ¿por qué lo permites? El, por ejemplo, tampoco quiere nuestro pecado, y de igual forma, lo permite. Es nuestra libertad y la de los que nos rodean de lo que Dios se sirve para permitir todo. Por ello, nos queda confiar en que es El y solo El quién realmente sabe la razón y por ello es bueno que aprendamos a querer esas circunstancias en nuestra vida.
El último aspecto a tocar es el de la vida común que el Señor nos ha marcado con la gente con la que actualmente convivimos. El Señor hizo una comunidad con los 12 apóstoles que a la vez que estaban con El se trataban entre ellos, aspecto que seguramente daría lugar a roces. Albaizar es hoy un instrumento que el Señor ha puesto a cada uno en nuestro camino. «Señor, como me santifica este» es la jaculatoria que San Josemaría empleaba para dar gracias a Dios por el «instrumento» que en ocasiones ponía a su lado. Hablamos aquí de esas pequeñas cosas muy propias de la vida en común que acaecen en nuestro día a día: una broma que nos molesta, un favor que nos piden, una cargada cuando más cansados estamos, un encargo que hacemos cuando a otro se le olvida, etc.
El prójimo es el camino hoy y ahora para encontrarse con Dios y con uno mismo. Hasta ahora hemos vivido acostumbrados al roce ordinario con nuestra familia y grupo de amigos. Ahora han aparecido nuevas situaciones en las que no es que «nosotros reaccionamos de otra forma» sino más bien en las que reaccionamos como siempre, porque somos así de bruscos, pero quizá desconociendo esa faceta que ahora se manifiesta más claramente.
Comprender, disculpar, ayudar y dejarse ayudar son las pequeñas cosas que debemos armonizar con los tiempos de soledad ante el sagrario, porque cuando encontramos y alcanzamos esa cercanía con Jesús, que es el tesoro más grande en este mundo, sale espontáneamente el ayudar a los demás a descubrir y vivir esa intimidad con el Señor que a su vez es el mayor favor y regalo que con ellos podemos compartir.
Alegrémonos por tanto de que nuestros nombres estén escritos en el cielo y también en esta casa. Y aprendamos del crecer que viene del conocerse para así obtener la paz y la alegría que brota sola cuando nos olvidamos de nosotros mismos y aceptamos amando la voluntad de Dios.
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Post escrito a partir de las ideas que el obispo D. Samuel Jofré Giraudo expuso durante la meditación del día 23 de septiembre de 2014 en el Seminegio Albaizar.